30.1.17

el rojo de la bauhaus


El 30 de enero de 1933, Paul von Hindenburg, presidente de Alemania, nombró canciller a Hitler. Un mes después, el 27 de febrero, el incendio del Reichstag le sirvió a Hitler de pretexto para suspender gran parte de las libertades civiles y, así, afianzar el control Nazi de Alemania. También unas semanas después de haber sido nombrado canciller, la policía entró en las instalaciones de la Bauhaus, que desde finales de 1932 se había instalado en Berlín a cargo de su tercer y último director, Mies van der Rohe. La policía arrestó a 32 estudiantes y Mies se vio obligado a disolver la escuela en el mes de abril.

Tres años antes, también el 30 de enero, los nazis habían declarado a la Bauhaus como parte de los “cuadros rojos.” El director de la escuela en ese momento, Hannes Meyer, sin duda era rojo. Nacido en Basilea, Suiza, el 18 de noviembre de 1889, estudió y trabajó en Alemania antes de regresar a Zurich, donde fue parte del grupo ABC Beiträge zum Bauen, junto con Hans Schmidt, Paul Artaria, Mart Stam y El Lissitzky. Se trataba de “una revista marxista dedicada a la idea del colectivismo,” según escribió Éva Forgács en Between the Town and the Gown: On Hannes Meyer’s Dismissal from the Bauhaus. Meyer llegó a la Bauhaus a finales de los años 20 y cuando Gropius dejó la dirección en 1928 él se hizo cargo. Ya para 1930, Forgács dice que Meyer peleaba una guerra en tres frentes: “al interior de la Bauhaus, donde los pintores, encabezados por Kandinsky y Albers, pensaban que era tiempo de deshacerse de los principios técnicos y las prácticas comerciales que Meyer había introducido a la fuerza; ante el ayuntamiento, donde el alcalde Fritz Hesse buscaba reelegirse —y no compartía la visión de Meyer—; y con la sociedad misma y los líderes de Dessau, quienes habían virado a la derecha política y odiaban a la Bauhaus a la que apodaban el acuario.” En agosto de 1930 Hesse destituyó a Meyer como director de la Bauhaus. Aunque hay quien dice que Meyer no pensaba que su posición política fuera más radical que la de algunos de sus colegas.

En 1926 publicó su manifiesto El nuevo mundo, en el que tras hablar de los automóviles, los aviones, el radio o el fonógrafo, del sicoanálisis y la relatividad, de la manera como la moda borraba las diferencias entre la ropa tradicional de cada nación y las mujeres llegaban a tener los mismos derechos que los hombres, de cómo nuestras casas eran más móviles que nunca y se minaba la idea de lugar de pertenencia o patria: nos hemos vuelto cosmopolitas, decía. Meyer agregaba:
Cada época demanda su propia forma. Nuestra misión es darle a nuestro nuevo mundo una nueva forma con los medios actuales. Pero nuestro conocimiento del pasado es una carga que nos pesa demasiado y, de manera inherente a nuestra educación avanzada, existen impedimentos que trágicamente cierran nuevos caminos.
La idea no era tal vez demasiado diferente a las de otros arquitectos de aquellos años, pero la manera de plantear posibles salidas tenía un componente particular: la idea de lo colectivo. No hay arte, sino composición cuyo propósito es la función, decía, y afirmaba que construir era un proceso técnico no estético. Como Le Corbusier, Meyer elogia la estandarización, pero la entiende como “un índice de nuestro sistema productivo comunitario.”

Tras dejar la Bauhaus, Meyer viajó a la Unión Soviética, “a trabajar con gente que está forjando una auténtica cultura revolucionaria,” dijo en una entrevista para Pravda, justo en 1930. Seis años después dejó Moscú hacia Ginebra y en 1939 emigró a México, donde vivió durante 10 años. En 1943 se publicó en inglés un texto de Meyer firmado el 15 de noviembre de 1942 en su casa de la ciudad de México —Villalongín 46, 8— y titulado El arquitecto soviético. El arquitecto, dice Meyer, “siempre ha estado ligado íntimamente con su entorno social. Es uno de los instrumentos humanos que le sirven al poder reinante para fortalecer su posición. La arquitectura, además de su utilidad directa, siempre ha servido para mantener al poder.” El arquitecto, afirma más adelante, es siempre necesariamente un colaborador. La arquitectura, sigue Meyer, no es un arte autónomo, “como ciertas prima donnas de la mesa de dibujo quisieran que creyéramos,” sino que depende de las condiciones específicas, sociales, económicas y políticas, de su tiempo.


Para Meyer, el arquitecto soviético es uno que trabaja para la colectividad, uno más entre los trabajadores, pero que entiende que la arquitectura no es una mera técnica —y ahí hay tal vez un cambio con el Meyer de los años 20. También cuando, contra aquella idea de ser cada vez más cosmopolitas, califica al arquitecto soviético como el intérprete de la cultura nacional, el folclor regional y las formas locales de construir, debiendo ser capaz de “desarrollarlas sin imitarlas.” Las masas, dice, “exigen de sus arquitectos un profundo respeto de su herencia histórica.” Adiós a la idea de que el conocimiento del pasado era una carga demasiado pesada, aunque al final de su texto Meyer vuelve a apuntar, ahora a la mitad de la Segunda Guerra, que vivimos el colapso de un mundo viejo y el surgimiento de uno nuevo, en el que los arquitectos tienen la posibilidad de servir a un poder que estará en manos de una comunidad naciente. La pregunta final de su texto seguramente ha quedado sin respuesta: ¿los arquitectos de los países democráticos, estaremos listos para pasar las pirámides a las sociedades del futuro? ¿Qué pirámides estamos construyendo hoy y para quién?

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