20.11.16

de chirico en nueva york


“Mi mas antiguo recuerdo es de una gran habitación con un techo muy alto. En las tarades, estaba oscuro y sombrío; las lámparas de parafina estaban encendidas y las persianas en su lugar.” Así empieza sus memorias Giorgio de Chirico, con la descripción de un ambiente. Nació en Volos, Grecia, hijo de padres italianos, el 10 de julio de 1888. Cuenta cómo lo afectaron la muerte de su hermana y el nacimiento de su hermano, Andrea —que también fue pintor con el seudónimo Alberto Savinio—, y cómo en esos tiempos sintió “los primeros reclamos del demonio del arte.” Estudió en Atenas y en Florencia y luego en Alemania. “Antes de los veinte años, ya había entendido toda la música y la literatura clásicas, toda la filosofía, antigua y moderna, pero fue mucho después que logré entender el misterio de la gran pintura.” Luego vivió en París y regresó a Italia donde fue llamado al ejército en 1915 —“sin descuidar sus deberes de pintor,” dice él mismo en una nota biográfica firmada con el seudónimo Angelo Bardi. Fue antes de esa fecha, en su periodo parisino, que pintó los cuadros que lo hicieron famoso, la etapa metafísica, que el describe como “paisajes urbanos, composiciones en las que los elementos arquitectónicos jugaban un papel importante,” y cuya influencia varios pintores reconocieron y muchos otros resintieron, como también, por supuesto, arquitectos, desde Le Corbusier hasta Aldo Rossi. Según Alexander Gorlin, a Le Corbusier de Chirico lo marcó en la manera ambigua de tratar la relación entre interior y exterior —el caso extremo sería su famosa terraza surrealista del apartamento Béistegui, pero también su misma idea del urbanismo: “el exterior también es un interior,” advertía. Rossi, por su parte, llegó a decir que no existía una relación más precisa y arquitectónica entre estudio y realidad que las plazas de Italia pintadas por de Chirico.

El ambiente que describe desde la primera línea de sus memorias y los que pintó después, podrían no tener nada que ver con una ciudad como Nueva York, aunque es cierto que cuando de Chirico visitó aquella ciudad, su manera de pintar ya había cambiado. En un texto de 1938, titulado He estado en Nueva York, dice que al llegar a aquella ciudad “todo se aparece —los rascacielos de Wall Street, la neblina, la arquitectura larga, blanca y cubista, alineada apropiadamente y con reminiscencias de reconstrucciones históricas en Babilonia o la Roma Imperial, ejecutadas en yeso siguiendo los planos y dibujos de meticulosos arqueólogos— como bañado por una luz de otro mundo.” Parece que el pintor de los paisajes metafísicos ve la gran ciudad de América con otra sensitividad, una cualidad que, según de Chirico, es propia de las personas —y es “una cualidad moral que nunca se encuentra sola, sino como parte de un conjunto superior de cualidades unidas en el carácter y el intelecto”— y no en las obras de arte. En otro texto, del mismo año, titulado La metafísica de América, de Chirico dice que Nueva York —“donde los perros y los niños son omnipresentes”— se le apareció tal y como a menudo lo veía en las películas: “primero de lejos, luego cerca y a la mano en el océano aun silencioso.” Como otros después de a él, a de Chirico Nueva York —la capital del siglo XX, si la hubo— le parece “una ciudad muy vieja, habitada por humanos que parece que tomaron el camino del progreso mecánico: nubes de vapor y espirales de humo emanando de las cimas y los costados de los rascacielos, como si algo se estuviera cocinando por ahí.” Dice también que desde su llegada a Nueva York le pareció estar en un sueño. América no le parece ya el nuevo mundo, sino otro mundo: “no se trata simplemente de si la civilización, la mentalidad, los valores, el progreso social, económico o técnico está más o menos avanzado que en Europa, es más bien una cuestión de moléculas, de clima, de una atmósfera diferente, de una calidad especial de los rayos del sol. La luz y la temperatura es distinta.” El pintor de aquellas escenas misteriosas en el atardecer, cuando las sombras se alargan casi al infinito, dice que “en América, los humanos y las cosas han perdido sus sombras: hay una extraña suavidad, como si todo estuviera hecho de la misma sustancia: los huesos de humanos y animales, las piedras y los metales, aparentan menos dureza que en Europa.” Esas apreciaciones sobre la manera en que se aparece la materia en una ciudad son valiosas viniendo de un pintor que pensaba que “la calidad del material determina el grado de perfección en una obra de arte.” De Chirico terminó su texto sobre Nueva York diciendo:
En ese bosque de vidrio, acero y concreto, en ese extraordinario y difícil de definir Nueva York, viajero, encontrarás las máscaras gigantes de viejos dioses, y la tristeza eterna de Antioos de yeso y la enorme soledad del Partenón en noches de verano, bajo el inmenso cielo estrellado.

Giorgio de Chirico murió en Roma el 20 de noviembre de 1978.

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