23.10.16

la superficie decorada


El edificio de la Escuela de Arte y Arquitectura de Yale, terminado en 1963, lleva hoy el nombre del arquitecto que lo diseñó: Paul Rudolph. Nacido en Elton, Kentucky, el 23 de octubre de 1918, Rudolph estudió arquitectura en la Universidad de Auburn y luego en Harvard, donde fue alumno de Walter Gropius. Tras terminar la carrera se mudó a Sarasota, Florida, donde abrió su oficina. Timothy Rohan dice que el edificio que diseñó en Yale fue considerado, desde su inauguración, “una de las estructuras más controvertidas del periodo de posguerra.” Su fachada de concreto martillando, dice Rohan, “marcaba el alejamiento en su arquitectura del uso de fachadas planas, abstractas y monocromáticas, en la tradición del modernismo europeo de los años 20 y 30 del siglo pasado y del Estilo Internacional en los Estados Unidos.” Rohan explica que el complejo efecto que se lograba “primero vaciando el concreto en cimbras corrugadas y luego rompiendo laboriosamente los elementos salientes para exponer los agregados a los efectos de la intemperie,” derivaba en parte de la peculiar manera de dibujar a lápiz de Rudolph y, también, de la intención de reintroducir el ornamento de una manera sublimada, casi secreta: la textura, sugiere Rohan haciendo interpretaciones que van del arte a la sexualidad no confesada de Rudolph, era un bajorrelieve que no se atreve a decir su nombre.

Buena parte de la historia de la arquitectura moderna nos enseñó, casi como dogma de fe, que las fachadas ya no podían contar historias ni presentarse como símbolos o simplemente servir de adorno al edificio que pertenecen. Y eso, en clara contraposición a una tradición que había enseñado que la fachada era tan importante, si no es que más, que cualquier otra forma de ver y entender a un edificio. Si Alberti y Le Corbusier, por ejemplo, estaban ambos preocupados por lograr las correctas proporciones en su trazo, el segundo no hubiera aceptado, probablemente, diseñar tan sólo una fachada, como lo hizo el primero en Santa Maria Novella. Sin embargo, el poder simbólico o expresivo —sea por su pura calidad tectónica o por su consistencia semiótica— de una fachada, fue tema recurrente de las otras arquitecturas de la modernidad, de la Torre Einstein de Mendelsohn a las fachadas de Venturi y Moore en Estados Unidos o Rossi y los Krier en Europa.

David Leatherbarrow y Mohsen Mostafavi, en su libro Surface Architecture, explican que “en la práctica arquitectónica contemporánea, producción y representación se encuentran en conflicto.” Y ese conflicto se lee directamente en la fachada o, más bien, en su ausencia, si no literal al menos conceptual: la fachada es concebida sólo como un efecto del interior y su programa, de la función pues, sin ninguna autonomía y que prácticamente nada representa. El problema se vuelve más complejo cuando, en los términos teorizados por Koolhaas en su Delirious New York, en principio por una cuestión de tamaño –bigness– se da una lobotomía –es el término usado por Koolhaas– entre el interior y la fachada como función de aquél. La fachada, que había perdido primero su función estructural y luego también su poder narrativo o simbólico, perderá a su vez su condición de mera señal que (de)muestra lo que pasa adentro. Las nuevas tecnologías  hicieron que ni siquiera fueran ya realmente necesarias —pese al gasto energético que eso suponía— para controlar el ambiente y clima de un edificio.

Fueron también las nuevas tecnologías, de concepción y dibujo asistido por ordenador y luego la capacidad de producir directamente lo que se visualizaba en la computadora, las que provocaron un nuevo cambio. A fin de cuentas, si el ornamento era delito la única manera de reinscribirlo en la producción arquitectónica, primordialmente de la fachada, era transformar al ornamento en lo que según algunos —Semper, por ejemplo, ya en el siglo XIX— siempre fue: la expresión de procesos y lógicas estructurales o constructivos. Sin duda hay una componente de moralismo puritano, pero también una buena dosis de ética estética —o de estética de la ética— al pensar que el ornamento que resulta de la propia materialidad de lo construido es superior y radicalmente diferente al que simplemente se aplica sobre una superficie: pensar por ejemplo que es mejor un vestido cuyo ornamento resulta de la propia textura del tejido —Issey Miyake— que de la aplicación de un estampado –por ejemplo, Versace.

Diseñar una fachada parece, por definición, algo superficial. En los años cincuenta, cuando la arquitectura moderna mexicana se esforzaba por ser ambas cosas a la vez —moderna y mexicana—, se cubrió de colores, de figuras y mosaicos. La arquitectura se transformó en soporte —invisible— de imágenes. La arquitectura desapareció tras el ícono —era lo que pensaba Le Corbusier de los murales: afirmaba que en la Capilla Sixtina la arquitectura había desaparecido detrás de la pintura. A los arquitectos que trabajaron en la Ciudad Universitaria, donde la  llamada integración plástica se manifestó, primordialmente, en las superficies de las fachadas, Carlos Obregón Santacilia los llamó, con sorna, decoradores de exteriores. Pero, pensándolo bien, ¿no habría que rescatar la idea de decoración de su aparente banalidad y pensarla, de nuevo en los términos de la arquitectura clásica? El historiador italiano Giulio Carlo Argan argumentaba que la decoración tenía una clara función indicativa: dirigía la atención a los puntos del edificio a los que el ocupante debía prestar mayor atención —algo que, probablemente, no hacían los murales de Ciudad Universitaria, demasiado ocupados en contar sus propias historias.


Más allá de los murales, la gran mayoría de las fachadas actuales son composiciones más o menos autónomas. Tanto por las razones expuestas por Koolhaas como por ser, por un lado, la representación oficial del edificio vuelto mercancía —condición a la que hoy prácticamente ningún edificio de cierta importancia puede escapar— y, por otro, el espacio donde al arquitecto se le permite mayores libertades para alcanzar el mayor efecto, de nuevo, icónico y mercantil. Los muros rugosos de Rudolph, en los que la decoración es inseparable de la estructura sin que por tanto sea ni estructural, como pedía Semper, ni meramente aplicada, nos hacen pensar en otras posibilidades de la superficie decorada.

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