8.6.11

ubi? quo? unde? qua?


“A la gente de mi generación – escribe el filósofo francés Michel Serres (1930) al inicio de un capítulo de su libro Estatuas– nos parecía natural, digo bien: natural, comenzar o casi el aprendizaje del latín, base muerta pero activa de nuestra cultura, por el estudio de cuestiones de lugar. Cuatro palabras clave fundaban el espacio: Ubi? Quo? Unde? Qua? Todas ellas términos con repercusiones en la lengua griega y, después, en la mecánica y la filosofía. Designábamos o describíamos los lugares inmediatamente después de haber conjugado el verbo amar. No recuerdo haber aprendido ninguna lengua viva en una liga tal entre el amor y los lugares.” No se bien por qué razón esas cuatro palabras latinas y la explicación de Serres fueron lo primero que se vino a mi mente al tratar de pensar, para este texto, las relaciones entre la arquitectura y nuestro presente local, mexicano. Ubi? Quo? Unde? Qua?


Ubi?, dice Serres, pregunta por el lugar donde estamos, por el horizonte que nos envuelve, por el entorno, el medio o el contexto; la circunstancia o la situación, digamos. Quo?, ¿a dónde vamos? Esas dos primeras preguntas juntas dibujan una línea que muestra si no una intención por lo menos la conciencia de un destino, aunque no sea el deseado. Estamos aquí, vamos para allá. Unde?, que para nosotros en español es de dónde, de dónde vienes. No pregunta por lo mismo que ubi?, ¿dónde estas?, sino que extiende la línea trazada entre el ubi? y el quo? en otra dirección, posiblemente opuesta. Y aunque hablamos de lugares, del espacio, los tres términos parecen cuestionarnos sobre nuestra localización pero en relación al tiempo: ¿a dónde estás, ahora, en el presente?, ¿a dónde vas, en el futuro?, y ¿de dónde vienes, cuál es tu pasado? La cuarta palabra clave, según Serres, es qua?, ¿por dónde has pasado? La relación entre el lugar que ocupamos en el presente, aquél donde estuvimos en el pasado y al que iremos en el futuro, se articulan, gracias a la cuarta pregunta, en algo más que una deriva sin sentido, transformándose en un acto que implica, a la vez, la voluntad y la representación: intención y memoria localizadas gracias a cuatro preguntas.


Las cuatro preguntas las podría plantear cualquiera: el historiador, el sociólogo, el economista o el político. Pero al tratarse de preguntas relacionadas con el lugar y el espacio, parecen especialmente apropiadas para el arquitecto. Además, de eso se supone deba tratar este texto: la arquitectura mexicana ante nuestro estado actual.


¿Ubi: dónde estamos? Más allá de los lugares comunes que parecen definir nuestro presente –la inseguridad y la violencia, las crisis prolongadas en una inestabilidad continua que lo único que parece generar con toda certeza es pobreza persistente, y la desconfianza en casi cualquier manifestación de lo político–, ¿cuáles son sus efectos espaciales o urbanos que puedan interesar al arquitecto? Diría que una consecuencia común al menos de las condiciones antes mencionadas es un progresivo retiro del espacio público. Por miedo, por falta de recursos o por apatía, las calles y las banquetas, las plazas y los parques, cuando no son abandonados prácticamente por completo, son tomados para usos privados que, evidentemente, contradicen su vocación pública. Se cierra, se enreja, se controla el paso, y así se pierde una de sus funciones principales. El espacio público no es simplemente lugar de convivencia y encuentro sino que constituye uno de los mecanismos principales mediante los cuales la ciudad –como sistema de auto-organización– redistribuye su capital cívico y cultural. El espacio público es un dispositivo que, entre otras, tiene la función de producir ciudadanos. Es, de hecho, el medio –¿el único?– para la reproducción de una especie particular de primate autodenominado como zoon politikon. Se podría argumentar que, antes de la violencia o el descrédito de lo político, las tecnologías de comunicación acelerada, del radio y la televisión a los teléfonos inteligentes y el internet, ya habían puesto en jaque ese papel del espacio público. Y también se puede decir que más que anular dicho espacio, esas tecnologías lo redefinen; que ese cambio y todas sus consecuencias aún no verificadas, no contradice la posibilidad de redistribuir el capital cívico y cultural, sino bien al contrario, acaso la acelere. Sin embargo, en condiciones de una clara desigualdad económica, siempre será la tecnología menos costosa la más eficiente. En otras palabras, mientras no haya la posibilidad de acceso generalizado a las tecnologías de comunicación y almacenamiento de datos, la plaza seguirá superando a la red. De ser ese el caso, estamos –ubi?– ante –más bien en, si así pudiera decirse– un deterioro notable de la tecnología civilizatoria más eficiente: el espacio público, la ciudad.


Unde? Preguntémonos de dónde venimos antes de a dónde vamos. Tras el modelo urbano de la época colonial, descendiente directo del campo romano que ya había probado ampliamente su potencial, con su sistema de plazas rodeadas de edificios públicos –en un sentido que no es, obviamente, el actual, pero que cumplían esa función, fuera el templo o el palacio de gobierno, el hospicio o el convento–, no hubo probablemente ningún otro modelo urbano de efectos considerables hasta que, en los años 50, el país –principalmente la ciudad de México– adopta una mezcla de la modernidad urbana teorizada por Le Corbusier –pensemos en el Mario Pani del Centro Urbano Presidente Aleman, del Juárez o incluso de Tlatelolco– y de la moderización desenfrenada al estilo americano, especialmente en la costa oeste y particularmente en Los Ángeles –de nuevo Pani, pero ahora con Ciudad Satélite y, en cuanto a políticas urbanas, las ideas del regente Urruchurtu, por ejemplo. El intento de transformar, a finales del siglo XIX, las ciudades según el modelo de parques, boulevares y ensanches, mitad el París de Haussmann y mitad la Barcelona de Cerdá, tuvo efectos limitados en pocas ciudades del país, Así, en cuestiones urbanas nos encontramos hoy con ciudades que durante mucho tiempo se resistieron al cambio y que cuando lo hicieron, de manera acelerada, construyeron una modernidad que envejeció demasiado rápido y mal. En los países “en vías de desarrollo” la ciudad postindustrial produce dos efectos paralelos: las grandes infraestructuras –viales, comerciales, culturales– y los grandes desarrollos si no totalmente informales, sí al menos en buena parte aislados del resto de la ciudad –tanto en zonas exclusivas como en barrios excluidos. Pero esto último parece responder más a la primera pregunta –¿dónde estamos?– que a la segunda –¿de dónde venimos?


Quo? No –o no sólo– ¿a dónde queremos ir?, sino ¿a dónde vamos? ¿A dónde parecen empujarnos las circunstancias? Diría que a una versión intensificada de lo descrito en las últimas líneas del párrafo anterior. Con una salvedad: las condiciones económicas parecen inclinar la balanza más hacia el lado de las zonas exclusivas o excluidas que al de las grandes infraestructuras. Más aun, éstas parecen haberse vuelto dependientes y a la vez marginales al desarrollo de aquéllas. Peor, las infraestructuras parecen haber perdido grandeza y haberse pulverizado, pasando así de soporte –infra-estructura– a suplemento y agregado. El espacio público, por ejemplo, hoy abandonado como ya se vio, pasa a concebirse como un extra del espacio privado: el skygarden, el gimnasio o el salón multiusos que nadie usa en el complejo residencial –algo que, de cierto modo, es el colofón perverso de la visión corbusiana de la unidad habitacional autónoma y casi autista.


Qua? –¿por dónde hemos pasado? La respuesta, supongo, no se reduce a repetir tal cual lo apuntado en la primera –ubi?– y la tercera –unde? Hemos pasado, al menos en el siglo pasado y lo que va de éste y hablando desde la arquitectura, por el rechazo a un modelo –el academicismo Beaux-Arts– por juzgarlo extraño a nuestras tradiciones –afrancesado– y a nuestro tiempo –anticuado, no se si necesariamente en ese orden. De ahí a una búsqueda –en los posrevolucionarios veintes– de la mejor arquitectura para nuestra condición. Rescatar raíces prehispánicas decían unos, revalorar el periodo colonial, decían otros, abrazar la modernidad racional y funcionalista, dijeron los menos. Al final esos menos ganaron, apoyados, seguramente, por el espíritu de los tiempos. Poco a poco buena parte del mundo sucumbiría a los encantos –siniestros, dirán luego algunos– de esa arquitectura que en la exposición del 32 en el MoMA de Nueva York Johnson y Hitchcock calificarían como estilo internacional. En México el estilo internacional fue revestido –¿o travestido?– con ajuar autóctono: de la llamada integración plástica –que cambió al muro cortina por la piel polícroma firmada Rivera, Siqueiros u O’Gorman– al colorido Barragán y sus múltiples y dispares epígonos. Eso que parecía una respuesta muy mexicana en el fondo era también parte del aire de los tiempos. La arquitectura de la primera modernidad –de una abstracción demasiado pura o de un purismo demasiado abstracto, según se vea– quiso recuperar tras la segunda guerra su poder simbólico y monumental –a manos incluso de algunos de sus padres fundadores. Toda esa historia es pre-setentas. Anterior a la crisis política del 68 y a las sucesivas crisis económicas de los 70 en adelante. A partir de entonces la arquitectura de estado insistirá en una monumentalidad espectacular a la que varios críticos han señalado tintes fascistas. La arquitectura social, también subvencionada desde el estado, se irá desdibujando hasta desaparecer o volverse una mala broma a mediados de los 80. Los arquitectos nacidos en la década de los años 50 se rebelan contra lo que parece ser el estilo oficial pero sin atinar a construir una teoría crítica consistente, lo que parecía usual fuera de México.


A principios del siglo XXI, pues, los arquitectos, sobre todo aquellos nacidos a finales de los años 60 y durante los 70, se encuentran con esas condiciones. Ubi? El espacio público abandonado parece ya no interesarle a nadie. Quo? Parece que esa condición tiende a intensificarse y la arquitectura parece condenada a construir refugios comunitarios –casi tribales– que poco tienen que ver con lo que tradicionalmente llamamos ciudad. Unde? Quizás porque eso que pretendía ser ciudad hoy se ve –o, más bien, se vive– no como promesas incumplidas sino como realidades fallidas. Qua? Y es que todo parece ya probado. Los experimentos fallaron. El multifamiliar no rescató a las masas de la sordidez del tugurio más que en apariencia. La escuela pública o la seguridad social perdieron la batalla, al menos en el imaginario colectivo, frente a sus contrapartes privadas. La infraestructura vial y de transporte público parece ya por siempre rebasada. Etcétera.


De todas las posturas posibles ante la realidad descrita hay dos que me parecen las más interesantes: el cinismo operativo y la resistencia crítica. En el primer caso no utilizo el término cinismo de manera peyorativa. El cinismo –la rama crítica del cinismo– no es ingenuo: atiende a la realidad sin por eso validarla. Ambos, cínicos y críticos, son hijos de Bartleby, el personaje de Melville. Ambos preferirían no hacerlo, pero los primeros lo hacen, porque si no de todos modos alguien lo haría y peor. Los primeros construyen y abren un camino aunque saben que es posible que nadie lo siga. Los segundos apuntan a caminos y quizá sepan que no será posible construirlos. Pero si el porcentaje del entorno construido que pasa por las manos –e idealmente las cabezas– de arquitectos es mínimo, el que atienden cínicos y críticos cuenta menos. Con todo –un poco de optimismo no caerá mal– tal vez sean esas excepciones las que ayuden a transformar las reglas.

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