9.9.09

las crisis


Para quienes éramos niños en los años setenta, la serie de campañas gubernamentales para evitar el desperdicio de agua, desde el ciérrale hasta el gota a gota se agota, parecen ahora, en retrospectiva, una mala crónica de una sequía anunciada. Hoy, cuando el futuro ya nos alcanzó, parece que fuera demasiado tarde para campañas publicitarias o planes de prevención. Si la historia hidráulica de la ciudad de México ya apuntaba por si misma al desastre –sumando acciones erróneas, inacción pertinaz, demografía desbocada y ausencia de planificación urbana a largo plazo–, el cambio climático global y la consecuente modificación de ciclos que, por siglos, nos parecieron naturales –ahora llueve, ahora no– nos han dejado casi literalmente –y en algunas zonas de esta ciudad el casi es un ofensivo eufemismo– a secas.

Con todo, las torrenciales lluvias del fin de semana pasado y las inundaciones que provocaron, parecieran desmentir el terrible pronóstico. Habría que agradecerle a Tláloc, a la Virgen de la Cueva y similares, que la sequía haya cedido y que ya, por fin, tengamos agua aunque sea en la sala y hasta el cuello. Pero no. No es así de simple. En esta ciudad que alguna vez fuera un conjunto de lagos, desarrollamos una extraordinaria habilidad para deshacernos del agua pero ninguna, aparentemente, para hacer acopio de la que pudiésemos necesitar, digamos, en tiempos de secas. Toda el agua que llovió y que, enlodada, no continúa anegada en los cientos de casas afectadas, espera su turno para desaparecer en el drenaje yéndose a mezclar con basura y excremento. Cualquiera reconoce la paradoja –manera seudoelegante, aquí, de nombrar a la estupidez.

Por supuesto, podríamos, sin errar demasiado, culpar, cual es costumbre nacional, a los gobiernos en turno y a todos sus antecesores, todas las tendencias políticas incluidas y, en especial, la política de la complicidad y el engaño, de la situación que ahora vivimos. Pero también podemos intentar un análisis ligeramente más profundo de las condiciones, causas y efectos de esta emergencia urbana y ecológica.

Hace poco, mientras sorteaba en mi coche a otros conductores que, como yo, intentaban llegar lo antes posible a su destino, pensaba que el desastre vial de nuestra ciudad –otro grave aunque de consecuencias menos funestas–, se debe a fallas en tres niveles distintos que, para mejorar en algo, deben atacarse en paralelo. Primero, hay un nivel que podríamos calificar como infraestructural: las calles y avenidas, mal pavimentadas y llenas de baches, con trazos para curvas que no siguen ninguna regla y carriles que, sin previo aviso, desaparecen o se reducen de ancho. Esto último –que desaparezcan sin previo aviso– tienen que ver con el segundo nivel, el de información: se necesita ser un experto para saber cuándo las calles cambian de sentido, los carriles de ancho y las desviaciones de ruta. No existen en la ciudad de México planos que incluyan y sobrepongan información sobre rutas de autobuses, metro, vías primarias o estacionamientos públicos, por decir algo. El tercer y último nivel es el de la conducta: de poco o nada sirve un Circuito Bicentenario parcialmente terminado, repavimentado, con rutas de autobuses y atisbos de señalización, si la mayoría seguimos conduciendo como si del París-Dakar se tratara, pero con la habilidad de quien recién deja el jumento para pasar a un vehículo automotor.

Supongo –aunque no lo he puesto a prueba– que en el caso del agua se podría intentar un análisis similar: fallas a nivel de infraestructura, de información y de conducta. Desgraciadamente, recordando de nuevo elciérrale y el gota a gota se agota, parece que hasta ahora todos los “esfuerzos” gubernamentales se han enfocado a “informar” –y disculpe el exceso de comillas– sin lograr con eso cambiar la conducta ni, mucho menos, intentar mejoras reales a nivel de la infraestructura. Mientras tanto, aproveche las lluvias de estos días, y ponga cubetas en la azotea.

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