7.5.09

la educación profunda


En una nota en sus Escritos sobre Leonardo da Vinci, Paul Valéry escribe: la educación profunda consiste en deshacer la primera educación. La educación profunda y –aunque así no lo diga Valéry– auténtica, definitiva, viene después de la primera, superficial y provisional. La deshace, la desmantela; si la palabra hubiese estado de moda entonces, Valéry tal vez hubiera dicho la deconstruye. Comienza diciendo: “la mayoría de la gente ve con el intelecto mucho más a menudo que con los ojos”. Lo que vemos se conforma a lo que sabemos y no a lo que está ahí “realmente”, “afuera.” “Una forma cúbica, blanquecina, alta y horadada por reflejos de cristal es para ellos –dice–, inmediatamente, una casa: ¡la casa! Idea compleja, concordancia de cualidades abstractas. Si cambian de lugar las ventanas y la traslación de superficies que desfigura continuamente su sensación, se le escapan… pues el concepto no cambia. Perciben más bien según un léxico que según su retina.” El postulado de Valéry puede resumirse en que somos educados para ver lo que debemos ver y no vemos lo que podemos ver. Lo que realmente está ahí para ser visto, tiene una trayectoria larga y compleja en la historia de la filosofía de la percepción. Lo más interesante es que Valéry vincula al intelecto que estorba la visión pura de las cosas con una educación, la primera, cuyos efectos otra, la profunda, puede desmantelar. Valéry sigue de algún modo a cierta fenomenología moderna que se empeñó en entender la percepción antes de cualquier juicio, que siempre es un prejuicio inducido por una historia cultural o, dicho de otro modo, por una educación.

La versión radicalmente opuesta del mismo problema –el de la visión y la educación– sostiene que sin intelecto nada veríamos; que si la visión no es inteligible simplemente no es visión. Por ejemplo, en su cuento El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Oliver Sacks presenta al Dr. P., un músico notable afectado por agnosia visual: la incapacidad de reconocer lo que ve como lo que es. El Dr. P. describe una flor como una forma roja y con circunvoluciones dotada de un soporte lineal de color verde, incapaz de reconocerla como flor. Precisamente porque el Dr. P. veía sólo con los ojos y no con el intelecto, Sacks concluye que carece de la facultad de ver. No sólo la mayoría, toda la gente –normal, sin afecciones como la del Dr. P.– ve con el intelecto y no con los ojos o, precisando: la visión humana no se da en el puro ojo sin intelecto.

No podemos ver en tanto humanos, pues, si no somos educados, producidos, construidos a ver en tanto humanos. “Si los seres humanos nacieran humanos –dice Jean-François Lyotard en su libro Lo inhumano–, como los gatos nacen gatos (con pocas horas de diferencia), no sería, ni siquiera digo deseable, lo cual es otra cuestión, sino únicamente posible educarlos. Que deba educarse a los niños es una circunstancia que no proviene más que del hecho que no están del todo dirigidos por la naturaleza, ni programados.”

Sea pues: no nacemos siendo humanos, no tenemos (una) naturaleza. Nos auto-producimos y co-producimos en tanto humanos. La educación, la cultura y la política –que bien entendidas son lo mismo– se encargan de eso. El filósofo alemán Peter Sloterdijk dice: la política es el arte de una comunidad humana de repetirse en otras generaciones. La producción de humanos complementa y suplementa la reproducción fisiológica de homínidos bípedos y más o menos lampiños.

¿Se equivocó Valéry? No del todo. Recordemos que escribe lo citado hablando de Leonardo, que como muchos otros creadores –aunque no sea norma – se niega a reproducirse para dedicarse con mayor ímpetu a la producción de humanidad. Cómo se puede ver –oler, sentir, oir– más –no mejor, no lo real o lo auténtico: más-: deshaciendo la primera educación mediante otra, profunda, complemento y suplemento de la primera. En otra nota al mismo párrafo, Valéry dice que “una obra de arte debería enseñarnos siempre que no habíamos visto lo que estamos viendo”. Que no lo habíamos visto no porque ahora veamos lo que realmente es sino, simplemente, porque ahora vemos más; en otras palabras, porque ahora hay más ser.

Ésa es la compleja y muchas veces turbulenta relación entre creación y educación. La educación nos enseña a ver, nos hace ver, pero condicionándonos a reconocer siempre lo mismo, del mismo modo y bajo las mismas condiciones. Sin la creación, la educación se agota encerrada sobre sí misma. La creación sirve para reconocer lo otro y así ampliar, agrandar nuestro mundo. Sumemos a lo dicho por Valéry las ideas de otro poeta francés, el precoz y temible Rimbaud: la educación profunda procede –como el poeta– “por medio de un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”, o, mejor, del sentido de todo lo sentido. ¿Para qué? Para poder sentir más y con más sentido.

Largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Tanto quienes privilegian cierta sensibilidad exacerbada como explicación de la creatividad, como quienes se adhieren a particulares formas de desarreglo de ella, generalmente se despreocupan de la primera parte: la exigencia de un proceso largo, inmenso y, sobre todo, razonado –y por lo mismo razonable. El que el largo, inmenso e intenso proceso de educación profunda, de desarreglo de todos los sentidos, que nos permite sentir más y darle otros sentidos a lo sentido sea razonable implica que sea comunicable, compartible, dotado de cierta(s) lógica(s), es decir, de logos: la forma propiamente humana de producir sentido. El desarreglo de los sentidos, pues, sólo tiene sentido si, al final de tal proceso, el sentido o, mejor: los sentidos, resultan enriquecidos, multiplicados y de forma tal que puedan comunicar a su vez más sentido: enseñándonos el sentido de sentir lo que estamos sintiendo.

Texto aparecido en tomo

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