21.9.08

el culto posmoderno a los monumentos

Acaso no haya necesidad de reiterarlo pero la idea de monumento y la actitud hacia aquello que se califica como tal es una construcción histórica, con una genealogía, un origen y, a veces, un final. En 1903 el historiador de arte vienés Alois Riegl, entonces presidente de la Comisión de Monumentos Históricos, publicó El culto moderno a los monumentos, advirtiendo que a las obras del pasado, además de su valor histórico, simbólico o de antigüedad, las valoramos también de acuerdo a su “calidad artística”, preguntándose si eso era algo objetivamente dado o, por el contrario, si se trata de un valor subjetivo, inventado por el sujeto moderno que lo contempla, que lo crea y lo cambia a su placer. De la respuesta a este dilema depende la actitud hacia lo construido en otras épocas. Durante la mayor parte de la historia se han transformado e incluso destruido, muchas veces sin el menor remordimiento, obras y monumentos no sólo de culturas ajenas –conquistadores derrumbando pirámides– sino de la propia –neoclásicos desmontando altares barrocos, por ejemplo.

Un siglo después, la cuestión aun no ha quedado zanjada. Transformaciones y destrucciones bienintencionadas o maliciosas siguen dando de qué hablar. Sea la transformación del Museo del Louvre y la inserción de la pirámide transparente o la destrucción de los Budas de Bamyan a manos del gobierno Talibán. Pero en nuestra época la arquitectura contemporánea mantiene una difícil y ambigua posición ante dicho dilema, resultado de admitir la subjetividad o, de menos, relatividad del valor artístico. Defendiendo por un lado su derecho a modificar creativamente un “patrimonio” custodiado por anticuarios proclives a la simulación y el quietismo, y defendiéndose por otro de las presiones de un mercado inmobiliario para el que las consideraciones estéticas y culturales no aparecen en la lista de sus preocupaciones e intereses, la arquitectura moderna reclama el derecho a intervenir y la protección ante cualquier intervención.

Dos casos recientes en los Estados Unidos sirven de ilustración. En 1964 se construyó, en el número dos de Columbus Circle, en Manhattan, la Galería de Arte Moderno para la colección de Huntington Hartford, un edificio diseñado por Edward Durell Stone en un curioso estilo veneciano moderno que –según escribe Paul Goldberger en el New Yorker– resultaba tan difícil de amar como difícil de odiar. Desde 1996 hubo intentos por inscribir al edificio en la lista de construcciones protegidas, sin éxito. En el 2002 el Museo de Arte y Diseño compró el edificio y comisionó a Brad Cloepfild para adaptar el edificio. Cloepfild prácticamente desmanteló el edificio original y terminó construyendo, dice Goldberger, uno nuevo de la misma forma, tamaño y color, resolviendo eso sí el nada funcional y estéticamente dudoso interior de Durell Stone. En New Haven, Connecticut, la tienda de muebles y accesorios IKEA demolió parte de un edificio que Marcel Breuer diseñó en 1969 para Pirelli. Las buenas credenciales “modernas” de Breuer no tuvieron peso. En ambos casos fueron instituciones relacionadas con el diseño las responsables de las transformaciones.

¿Qué podemos esperar cuando, digamos, la decisión está en manos de instituciones con dudoso o nulo interés por lo relativo a “la cultura” y “el arte”? El caso de las Torres de Satélite y el proyecto para construir un segundo piso al Periférico en esa zona pertenece a tal categoría. La necesidad de replantear los sistemas de transporte y vialidad que conectan la zona metropolitana dividida entre Distrito Federal y Estado de México, pasa, antes que por un planteamiento a la altura de la complejidad del problema, por una respuesta simple y efectista cuyas consecuencias se sopesan más en la carrera política de un gobernador que para la ciudad –¿les parece conocida la historia? Las Torres de Satélite son sólo un estorbo en el camino cuya importancia y valor, incomprensibles para muchos, algunos se empeñan en afirmar.

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